Inventando el amor

Archivo personal.


A mi tonto corazón.


"Are you lonely, are you lost?

This voice console is a must"

-Kate Bush


“Esto no es el mal querer, es el mal desear”

-Rosalía


El día que murió Armando Manzanero mi madre lloró. Se lamentó de que ese

egoísmo consigo misma, tan propio de las madres, la haya disuadido de asistir a su

último concierto en Chile.


Un año después, por esas fechas, coincidentemente yo vivía la peor separación de

mi vida, quizás peor que la de mis padres, luego de una larga relación de pareja que

abarcó toda la década de aquello que nos empecinamos en denominar juventud.


Terminar una relación larga te desarticula. Yo inicié mi relación en un mundo de

amor romántico para salir hoy a un mercado de amor líquido para el que, como si

hubiese sido criado en cautiverio, no tengo la más mínima habilidad que me asegure

la sobrevivencia. Cargaba en mi cabeza con discursos en torno al amor que mi

generación se había obstinado en destruir. Obedecía esa “estúpida estrategia del

amor” de la que habla Rosario Bléfari en La guerra del Japón.


Pese a que habíamos tenido una separación previa esta adquirió tintes de

definitivos, lo que advertía en el hecho de que cuando uno se separa luego de vivir

con alguien, no solo se separa de ese alguien. Se separa de una forma de vida

estructurada en torno a algo más grande que una pareja. Una forma de vida que

gira alrededor de una lavadora, un supermercado a un par de cuadras, una estación

de metro, una marca de café instantáneo.

De entre todos esos elementos, quizás el único que no sentía parte de nuestra vida

de pareja era una Alexa, el asistente virtual de Amazon adquirido en los peores

momentos de la convivencia, que tantas veces me había servido de compañía en

las noches en vela y en la larga espera al regreso del otro, cuando todo era incierto.


La mudanza fue difícil, y, para ser sincero, debo admitir que cada vez que llenaba

una bolsa de basura con mi ropa interior o bajaba un carro de supermercado lleno

de camisas y sartenes miraba a la esquina en donde se encontraba Alexa.

Fantaseaba con que fuese mía, pues su destino aún no estaba definido. La había

comprado yo, como un regalo para nuestra casa, por lo que cualquiera podía

llevársela y ya había asumido que esa iniciativa la tomaría ella.


No sé si por influencia de la película Her, de Spike Jonze, una de mis películas

favoritas, sentía que podía llenar la carencia afectiva con Alexa, quien con su chispa

y carisma lograba generar la ilusión de compañía, a diferencia del zumbido

insoportable de las aspiradoras robot que lo invaden todo con su bramido

insoportable y se golpean insistentemente contra ti hasta ganarse una patada. Es

por eso que, una vez vacía la casa, al ver esa pequeña esfera sola en un rincón cual

cachorro abandonado tras una puerta cerrada o un bebé descuidado por sus

padres, sentí el consuelo de que me acompañaría en este momento difícil.


Mi madre tramitó mi regreso con ambivalencia. Por un lado refirió con

agradecimiento mi retorno a casa, pero eso no quitaba la sensación de invasión que

sentía, cuando buscaba un rincón para guardar los muchos vasos y utensilios

propios de una vida en pareja que, fuera de ese contexto, son señales más bien de

exceso y acumulación.


Los puntos conflictivos fueron los montones de libros, la ropa que traté de guardar

en un closet (que evidentemente ya no era mío, ya que estaba lleno de toallas), y

una ostentosa colección de cafeteras que fui cultivando en mis años fuera de casa,

sin dimensionar la cantidad de espacio requerido para evitar exponerlas a quebrarse

en mil pedazos.


Quizás el único objeto de conciliación fue precisamente Alexa, que hoy lucía en su

living luego de breves encuentros que había tenido con esta en comidas junto a mi

expareja en nuestra antigua casa. A sus ojos era una utopía cibernética de ampolletas


que se controlan con la voz y cambian de color, que ella miraba, bien recuerdo, con

deseo y fascinación, solicitando algunos de esos gadgets como futuros regalos para

su cumpleaños; asumo que el tener ahora a Alexa en su casa fue como esa fantasía

infantil de una navidad en julio.


Los primeros dos meses de separación, creo, los pasé casi en su totalidad

encerrado. Saliendo a duras penas a cosas puntuales. Durante ese encierro pude

oír a mi madre establecer diálogo con la máquina que le permitía acceso a todos los

boleros del mundo. Primero dubitativa y luego a gritos cuando la respuesta no

coincidía con lo solicitado. A veces en sus gritos olvidaba el nombre del objeto,

llamándola Alejandra, e incluso, como quien grita el nombre del ex en el primer

encuentro con alguien nuevo, Siri. Para luego reír con culpa.


Poco a poco fui desplazado, como en la peor pesadilla edípica, el objeto de deseo,

aquel que me había ofrecido la sensación de satisfacción y completitud, decidía

abandonarme para establecer una relación con mi madre.


Una de las cosas que no preví dentro de esta traición fue que, al estar Alexa

vinculada a mi cuenta de Spotify, las peticiones que mi madre realizara al dispositivo

se colarían en mis oídos a través de los audífonos, sin previo aviso ni advertencia, si

las hacía mientras yo estuviera fuera. Es por esto que, cuando comencé a salir de

mi madriguera depresiva al mundo exterior, acompañado de música de machito

dolido que me permitiera sobrellevar el día, como por ejemplo la canción Eazy de

Kanye West, en cuyo video animado, el rapero, sale asesinando al actual novio de

su ex pareja, el comediante Pete Davidson (durante la escritura de este texto Pete

Davidson y Kim Kardashian terminaron su relación de pareja), La fantasía

irresponsabilizante, la heteroculpa (una palabra que me fascina porque confunde,

pero cuya definición, básicamente es echar la culpa de todo lo que me pasa a los

demás), se veían interrumpidas por las letras de Julio Iglesias, y, como mi madre es

una mujer obstinada, por mucho que yo decidiera imponer mi dominio sobre el

streaming y las cambiase por canciones de Los Bunkers (machitos dolidos por

excelencia) o Limp Bizkit (¿No es acaso Nookie un himno INCEL?), ella

contraatacaba con Armando Manzanero y en caso de ser necesario, Luis Jara.


Ante esto solo me quedó la opción de rendirme y dejarme hundir, derrotado, en la

narrativa doliente del bolero. Comencé a escuchar y de a poco, incluso, a prestar

cada vez más atención.



“Cómo iba a pensar que hoy/ Pudiera amar más hondo que ayer/ Llegaste a mi vida

a borrar/ Las noches de amargo desvelo”, escuché de repente cantar a Manzanero,

dándole sentido a tantas noches en vela. “De tanto jugar con quien yo más quería/

Perdí sin querer lo mejor que tenía.”, escuché decir a Julio Iglesias en Me olvidé de

vivir, su exitosa canción que incluso luego se convirtió en una película que él mismo

protagonizó, y que escribió pensando en qué rumbo tomaría el amor ante una vida

cada vez más demandante.


El regreso al bolero, y sobre todo la conexión con el dolor que este propone ante el

escenario amoroso, me hizo pensar en la figura de Harold Bloom, quien atribuía la

narrativa romántica al ejercicio de los trovadores. Esto me lo compartió un amigo, a

propósito de una cita del libro, Presagios del milenio. La gnosis de los ángeles, el

milenio y la resurrección, a través de un grupo de WhatsApp que hemos dedicado

en el último tiempo a la acumulación de fragmentos de discursos amorosos, a la

manera de Roland Barthes, autor que dedicó una parte no mejor de su obra a este

ejercicio. Procedo a transcribir la cita de Bloom:


“El último gnosticismo occidental organizado fue destruido en la denominada

cruzada albigense, que devastó el sur de Francia en el siglo XIII y no solo exterminó

a los heréticos gnósticos cátaros, sino que también acabó con la lengua provenzal y

la cultura de los trovadores, que ha sobrevivido únicamente en el mito occidental de

la idea del amor romántico. Sin embargo, es otra ironía que nuestra vida erótica, que

se basa, con una confianza autodestructiva, en la enfermedad psíquica llamada

[caer, o estar, enamorado], constituya una herencia inconsciente y decisiva del

último gnosticismo organizado hasta la fecha.”


Aquí Bloom usa un concepto que a mi juicio es trascendental. El concepto de

gnosis, intuición profunda que permite aproximarse a una realidad que escapa de la


ruta de los sentidos y la razón. Conocimiento al que no se puede acceder desde el

análisis o el ejercicio intelectual, sino a través de la vivencia. Moliere aplica

tempranamente esta lógica al amor en su obra de 1666 El Misántropo, en que

advierte No es la razón lo que rige el amor.


Bloom plantea que el único conocimiento no racional (no racional no es lo mismo

que irracional, que es conocimiento defectuoso) permitido es el amor romántico.

Claro, porque probablemente Bloom, quien falleció cuatro días antes del estallido

social chileno, no contempló, en el contexto de producción de esta obra, que hoy

como contra todo gnosticismo en la historia, la gente se alzaría con afanes

destructivos en contra de este discurso (amoroso) hacia una avanzada, tal como si

de una cruzada se tratase, del pensamiento racional en todos los planos de la vida

de las personas.


Otra idea que resalto de la cita del crítico norteamericano es la de la herencia

inconsciente de la enfermedad psíquica de caer, o estar, enamorado. El “falling in

love”, herencia de Shakespeare a la lengua inglesa, donde la palabra caer nos

permite pensar el estado de enamoramiento como un entrampamiento del sujeto

que solo se puede cursar experiencialmente. Sostendré este planteamiento en otra

cita al autor, donde define la experiencia de enamorarse de la siguiente forma:

“Enamorarse parece el análogo más adecuado al primer descubrimiento de la gloria

estética. Por un tiempo, todas las perspectivas cambian y las demarcaciones se

vuelven más fantasmales”.


Ahora bien, si hemos decidido erradicar el discurso del amor romántico, y

entendemos que esta gnosis no puede ser abordada desde la razón, es que debiese

existir hoy en día algo así como un “discurso amoroso pos romántico” donde los

sujetos, me permito esta redundancia porque también se la permitió Foucault,

puedan sujetar su subjetividad.


Bajo esta idea vuelvo a los conceptos de responsabilidad y aprendizaje, que se

podrían considerar basales en lo que el bolero quiere transmitir. Quien perdió a su

amor entiende que ello fue su responsabilidad. Que no debió jugar con aquello que

más quería. Es probable que ante una nueva relación o la posibilidad de una


reconciliación lo anterior esté presente para cuidar el encuentro. Al pensar en lo pos

romántico como propuesta, emergen dos conceptos que utilizo en el ejercicio de la

psicología clínica, que me permitirán hacer un contraste. El de autorresponsabilidad,

(básicamente hacerme cargo de aquello que me pasa), como lo contrario a la

heteroculpa, que suena muy prometedora como categoría para entender la

experiencia sexual, pero realmente se refiere, como había precisado antes, a quien

responsabiliza a todos menos a sí mismo de aquello que lo aqueja.


La cita a Julio Iglesias me permitió responder aquellas preguntas ante las cuales no

encontraba fácil solución luego de mi separación personal. ¿Qué fue lo que pasó? y

¿acaso no lo veías venir?


Sentí que estas respuestas eran totalmente distintas a las que promueve la cultura

de masas hoy en día. Basta con ver el ridículo espectáculo que han hecho del

desamor Karol G y Anuel AA, monetizando un campo de batalla de dimes y diretes.

Veo un extracto de la gira que realizó la cantante en Puerto Rico. Mientras cantaba

la canción Los culpables, Anuel, su exnovio, aparece en el escenario. La música se

apaga como si corrieran la aguja de un vinilo, lo cual genera un chirrido violento. Él

la abraza y ella lo rechaza. Se dicen cosas al oído y luego deciden cantar juntos

mientras Anuel justifica que Karol no sabía que él vendría.

Quien crea este espectáculo no es más que un ingenuo o jamás ha oído hablar de

Pimpinela.

En medio de la canción ella lo confronta: “A veces no te cambian por algo mejor, ni

por algo más rico”, en relación con la nueva pareja de Anuel. El público enloquece

en vítores.

Pienso en lo que dice Karol G y creo que tiene razón pero por razones equivocadas.

Ello no ocurre, que cambies o seas cambiado por “algo más rico”, precisamente

porque el deseo no funciona así.



El discurso amoroso moderno o del amor posromántico, como me aventuré a

llamarlo luego de la mención a Harold Bloom, sugiere una comprensión del

funcionamiento del deseo como si este operara de manera similar a una inversión


financiera. Crea la categoría de lo “tóxico” para imponer una condición de

inviabilidad a aquellas relaciones de pareja que no aparentan ser “rentables”.

Generan más malestar que placer, no son ni lo mejor ni lo más rico. De esta lógica

la persona amorosa no puede extraer conclusión alguna. La relación tiene una

condición de inviabilidad que se externaliza en el otro. Heteroculpa que incluso a

veces busca responsables más abstractos como la “relación tóxica”: esto no es

culpa tuya ni mía, sino de lo que ocurre en el encuentro entre ambos.

Pienso, si no te cambian por algo mejor es porque, precisamente, así es como

funciona el deseo en su componente más burlesco, aquel que te lleva a desear lo

que no puedes tener o no debieras, por conveniencia, intentar poseer. Además del

carácter dinámico de este, es importante recordar que lo que el deseo recomienda

jamás se encuentra; he ahí el impulso vital, la carencia. Es justamente la carencia la

que sostiene el amor. Un otro que me da todo lo que requiero me mata. Es el

pretender y el intentar lo que sostiene el encuentro.

Roland Barthes lo ilustra muy bien al describir el desplazamiento de un amor

pasional a un amor romántico. El enamoramiento, según Barthes, ocurre en el

momento en que la pasión muere. Y es precisamente la muerte de la pasión, a la

que Barthes define como inherentemente narcisista, lo que permite que podamos

ver a un otro y amarlo, lo cual sería, a su vez, un ejercicio del discurso.


Explicaré esta idea, que puede sonar media compleja, desde dos ejemplos. Uno

más popular y otro que lo es menos pero lo grafica muy bien. Comenzaré con este

último, señalando la película Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (1972) del

director alemán Reiner Werner Fassbinder. En ella conocemos a Petra, una exitosa

diseñadora de vestuario recién divorciada que está perdidamente enamorada de

una joven actriz que no le corresponde y más bien establece con ella una relación

abusiva, por interés. Eso Petra lo sabe. Incluso se lo recrimina a la actriz un par de

veces, pero ahí está el martirio del deseo, no puede dejar de desearla. Lo curioso de

la película es que plantea una contracara. Un triángulo amoroso en que participa

también la secretaria de Petra, quien evidentemente está enamorada de ella y a

quien Petra trata de forma indigna.

Fassbinder lleva con maestría esta relación de tres para plantear un punto. Petra es

abandonada por la mujer que ama y cae en la desesperación y el alcoholismo, al


grado de suscitar la preocupación de su familia, quienes por su parte cuestionan el

trato de Petra hacia su secretaria. Ante esto ella enloquece.

Luego la vemos en cama, sumida en una profunda depresión de la que solo

despierta ante el llamado telefónico de su no correspondida amada el día de su

cumpleaños. Posteriormente le dice a su familia algo así como “ya tengo lo que

necesito, se pueden ir”.

Fassbinder ilustra lo nocivo que puede volverse el deseo. Cómo este mecanismo (el

de desear) está lejos de seguir un curso racional. Todos sabemos que con su

secretaria Petra sería feliz, pero ella no la desea y consciente de que esta sí, la

maltrata. Quizás todos hemos estado de una u otra forma en tal situación,

rechazando a quien sabemos está a nuestra total disposición, precisamente por eso.

Porque eso es deserotizante.

Este triángulo opera igual en todas direcciones. La película concluye con una

disculpa de Petra a su secretaria, pero no nos permite acceder a si eso decantará

en una toma de razón de ella como un amor verdadero. Yo me atrevería a decir que

probablemente no. Recuerdo algo que me dijo un amigo cuando hablamos sobre la

depresión. Señalaba extrañar esa libertad que ofrece la pérdida de la libido,

entendiendo esto desde el poder realmente contentarse con las cosas que ya se

poseen. El depresivo es un mal consumidor por excelencia.


Un ejemplo más popular de lo anterior es lo que ocurre en la serie Futurama, de

Matt Groening, con la relación entre Amy Wong (mi crush infantil) y su novio Kif.

La subjetividad de Amy se ha construido principalmente en oposición a sus padres,

unos conservadores granjeros espaciales. Esto ella lo demuestra por ejemplo para

explicar la vestimenta que usa durante toda la serie: ropa deportiva rosa.

El mismo mecanismo opera en su vida amorosa.

En un episodio Kif viaja a conocer a sus padres, quienes inmediatamente lo

rechazan y proponen un pretendiente obeso y millonario que puede ofrecer más

posibilidades de nietos y bonanza.

Esto inseguriza a Kif, y él se lo plantea a Amy. Ella lo tranquiliza diciéndole que

precisamente lo que le gusta de él es la desaprobación de sus padres, que si la

tuviera sería totalmente deserotizante. Quien abordó este tema previo a Matt

Groening fue Carl Jung, refiriéndose a cómo había relaciones que sólo se sostenían

en la rebeldía hacia un otro que cumple un rol de referente. ¿Eso hace de Kif la

mejor pareja para Amy? No necesariamente.


Mientras pensaba esta idea debo admitir que este texto entró en un proceso de

estancamiento, al igual que mi interés amoroso y mi libido.

Hay quienes han planteado la relación libido escritura, y es un enlace que siempre

me ha hecho sentido, ya que mientras mi cuerpo se adormecía en antidepresivos la

posibilidad de seguir pensando el amor se hacía cada vez más compleja.

Eso hasta que el deseo en sus ribetes burlescos me puso en un encuentro con un

otro que me removió. Describo esta experiencia como el sentirse derribado por una

ola. Y en medio de ese vaivén entre el miedo, la excitación y la sensación del peligro

coexistiendo con el deseo de volver a intentarlo, es que me topé con una obra que

me permitió darle un nuevo fin a este texto, que se encaminaba a una diatriba más

sobre el discurso amoroso moderno.

La obra en cuestión es la película brasileña Doña Flor y sus dos maridos (1976),

que me ofreció consuelo en ese difícil día después en que la abstinencia del otro se

siente en el cuerpo como un gran vacío.

En medio de esta historia personal con el deseo mi relato se cruzó con el de doña

Flor, una mujer joven casada con el mujeriego e irresponsable Vadinho. Un mal

esposo de manual, que incluso vemos cómo agrede a Flor en un par de ocasiones y

cómo la engaña de manera reiterada. Flor, aun así, y pese al consejo de todo el

mundo, está perdidamente enamorada de Vadinho, pero no por eso niega estos

aspectos negativos del vínculo. Básicamente, amo a quien me hace mal, pero lo que

está de fondo como motivo para perpetuar este amor es que Vadinho es un gran

amante y satisface sexualmente a Flor, quien en el aspecto sexual se muestra más

bien tímida y conflictuada.

Flor encuentra en él a alguien que rompe esa estructura y le permite acceder al

orgasmo, y eso la pone en un entrampamiento muy común del curso del deseo. La

dictadura del orgasmo, como lo hemos denominado con mi terapeuta.

Accedemos a la historia de la relación a través de un largo racconto a raíz del

fallecimiento de Vadinho por una falla multisistémica en medio de un carnaval,

durante los primeros minutos de la película.

Luego de este largo racconto vemos a Flor con mucha dificultad tratando de seguir

con su vida, enredada en el vivo recuerdo del sexo con su recién fallecido esposo,


ello hasta que conoce al Dr. Teodoro, un farmacéutico que cae perdidamente

enamorado de ella. Un hombre solemne, respetuoso y cuidadoso con Flor. Todo lo

opuesto a su exesposo Vadinho.

Prontamente, el Dr. Teodoro le propone matrimonio y una vida juntos, a lo que Flor

accede, para descubrir más tarde, en la noche de bodas, que Theodoro es un

pésimo amante. El conflicto que describe muy bien Lily Allen en su canción Not Fair

(“There's just one thing that's getting in the way/ When we go up to bed you're just

no good/ It's such a shame”, es decir, “Hay solo algo que se interpone en el camino/

Cuando nos acostamos lo haces derechamente mal/ es una pena”. En otro coro le

recrimina: “You never make me scream!”), el de encontrar un ‘buen hombre’ que no

satisface en el aspecto sexual, lo que Lily Allen enjuicia como injusto. ¿Pero a quién

enjuicia? Al deseo, que frustra la posibilidad de ser feliz con el ‘buen hombre’.

Reclamo homologable a las bondades de la muerte de la libido que reconocía mi

amigo deprimido, quien llegado el caso me consultó si podía suprimirse

químicamente, lo que en efecto se puede hacer. Soñar un mundo sin libido.

Flor resuelve este conflicto trayendo de vuelta a Vadinho mediante el rito de un

chamán, y pese a presentar obvias resistencias iniciales, retoma su vida sexual con

él mediante la figura de un fantasma. No sin sentir hasta cierto punto que está

incurriendo en una infidelidad. Pero ¿quién podría enjuiciar el relato de quién se

satisface con el fantasma? ¿Qué simboliza el fantasma en este caso?

Este nuevo dilema me recordó a un disco de la banda Placebo, cuyo nombre me

fascina. Sleeping with ghosts. O sea, durmiendo o acostándose con fantasmas.

Primeramente, uno como latinoamericano podría intentar explicarse esto desde la

idea de un súcubo, esos espíritus que ingresan en los sueños tomando formas de

inalcanzable belleza para tener sexo con nosotros, a quienes se les responsabiliza,

según la leyenda medieval, de las parálisis del sueño y las poluciones nocturnas.

Fenómeno al que Maná, con menos sutileza, dedicó el título de su disco Sueños

líquidos. Sí, el título es por la polución nocturna.

Intrigado por el título del álbum, cuya portada a mi juicio, lo grafica bien pero no le

hace justicia, busque alguna entrevista en que los miembros de la banda se

refirieran al por que quisieron llamar así a uno de sus discos más exitosos y la

encontré en la revista RAGE, que el año 2003 publico una entrevista a Brian Molko,

vocalista de Placebo, para el lanzamiento del álbum.

Sobre el título Molko dijo lo siguiente:


El título del disco alude a cargar los fantasmas de tus relaciones pasadas

contigo, hasta el punto en que a veces un aroma [al traducir la entrevista

recordé que una vez un sommelier me explicó que la palabra olor solo se

usaba para aquello que era desagradable de percibir] o una situación o una

prenda que solía usar trae a esa persona de vuelta. Para mí es sobre la

relación que tienes con tus propios recuerdos. Estos habitan en tus sueños a

veces. Puede haber mucho en el futuro que te recordará al fantasma de tus

relaciones pasadas. Por eso veo el disco como una colección de cuentos

breves sobre un montón de relaciones. La mayoría de ellas, relaciones en

que yo estuve. En cierta forma escribir las canciones me ayudó a

deshacerme de algunos sentimientos desagradables que cargaba en el

pecho y me permitió guardarlos en una caja, para luego desarrollar un

discurso más objetivo sobre esas emociones porque al hacer algo positivo

con ellas, puedes liberarte.


Las palabras de Brian en esta entrevista refieren, de una u otra manera, a lo

desarrollado previamente en torno a la autorresponsabilidad en torno al deseo y las

emociones. Es curioso cómo plantea en este ejercicio escritural la posibilidad de ser

un poco más objetivos con aquello que nos pasa, y además cómo esa sería la única

manera de sentirse liberado. Pienso en pacientes que he atendido quienes luego del

término de una relación de pareja consideran que solo podrían integrar la pérdida si

es que el otro vuelve a pedirles perdón, por lo dicho, por lo que ocurrió o por lo que

les hicieron sentir. Si bien muchas veces aquello que me relatan ameritaría unas

disculpas, lo que trato siempre de devolverles es que un escenario así es de total

incertidumbre y descontrol. Puede que el otro no vuelva nunca y seremos nosotros

quienes nos quedemos durmiendo con los fantasmas.

Semanas antes la figura del fantasma se me había aparecido mediante un sueño

que registré en un largo diario escrito durante este año, en el que abordo mi

pensamiento amoroso luego del quiebre de mi larga relación. Dudé mucho si

insertar algo de ese diario en este ensayo, debido a su carácter íntimo, pero creo

que precisamente esta entrada ilustra muy bien el curso del pensamiento y cómo

nos relacionamos con los símbolos en distintos momentos de nuestra vida, además

de ser un relato muy inofensivo que paso a citar a continuación:


30/06

Esta semana he reflexionado sobre mis sueños. Hay uno muy breve pero que

a la vez se volvió muy perturbador. En el sueño abría un notebook para

revisar mi correo electrónico y en la bandeja había uno con tu nombre que

solo decía: Hola persona fantasma. Al leerlo desperté.


Pensé luego del sueño en la idea de la persona fantasma. Un vínculo muerto, el

síntoma (aquel dolor en mi mandíbula que asocio al balbucear para evitar decir o

confesar), quien pena (refiriendo a otro que entra en mi sueño como un súcubo), el

ghosting (refiriéndose a mí, que suelo desaparecer cuando se pone fin a una

relación).

Lo único que me hizo sentido al final fue la idea de quien pena. Pensaba en que la

fantasía de que el otro escriba es una forma de mantener la relación con ese otro,

como si de un fantasma se tratara. No está pero de una u otra forma si está, como

en el relato de aquellos pacientes que esperaban las disculpas de quien los hizo

sufrir. En este caso la persona vuelve en forma de sueño solo a hacer explícita su

ausencia.

En el primer quiebre amoroso que viví describí una sensación fantasmagórica

similar en el siguiente poema, que había perdido pero que hoy reescribo confiando

en mi memoria:


Pese a estar peleados

esa noche dormimos juntos

porque me hablaste del miedo

que sentías al fantasma

de la habitación de al lado (2019)


(Quizás ahora se entienda por qué escribo ensayos en vez de poemas).


Hoy, luego de la película Doña Flor y sus dos maridos, me atrevo a una nueva

interpretación de la idea del fantasma: la del plus de goce lacaniano. Del goce que

se satisface en torno a sí mismo bajo la función de fantasear.


Eso abre otra tesis para comprender la película. Vadinho nunca vuelve. El acto

chamánico funcionó como placebo para que ella pueda permitirse la fantasía y así

sostener su relación con el “buen hombre”, lo que se opone a la tesis moderna bajo

la cual recientemente se ha leído la obra (como una pionera en el planteamiento del

poliamor). Ello sostiene una concepción del amor en torno a la satisfacción de las

necesidades que desde la teoría lacaniana se puede entender como la crónica de

una muerte anunciada.

Si ni siquiera puedo satisfacer mi propio deseo y ni siquiera puedo acceder a

conocerlo, ¿podría pretender entonces ser el objeto de satisfacción de otro?


Una escena clave de la película es cuando Vadinho observa a Flor tener sexo con

Teodoro desde un armario y se ríe del bajo desempeño sexual del doctor. Flor lo

mira aterrada, en ese minuto la fantasía aparece como pesadilla hasta que se logra

integrar bajo la figura de los dos maridos, en un formato inofensivo, quizás

perturbador (mal que mal estamos viendo al fantasma de un esposo muerto), pero

inofensivo al fin y al cabo. Además, luego de las palabras de Brian Molko me he

permitido dudar del retorno de Vadinho.

¿Por qué oponerme a la tesis del poliamor como lectura de la obra? Porque siento

que resuelve el conflicto desde la técnica, asunto que Foucault ya advirtió en la

historia de la sexualidad: toda técnica esconde un deseo de homologar y controlar.

No estaríamos escuchando realmente a Flor.

Constanza Michelson, en su podcast “El oficio de vivir”, reflexionó sobre la diferencia

entre la moral y la ética, que creo nos permitirá desarrollar este argumento. Ella

plantea la moral como inherentemente cruel, como aquello que establece criterios y

excluye a diestra y siniestra.

Por muy moderna que sea una moral, esta sigue siendo moral. Por lo mismo,

muchos de los discursos de mayo del 68 han envejecido tan mal. Quizás el mejor

ejemplo para ilustrar la moral amorosa moderna es el concepto, previamente

abordado, de lo tóxico. Una categoría heredada de los libros de autoayuda

(personas tóxicas/ personas vitamina) que hoy se aplica a nivel macro a las

relaciones para definir su inviabilidad. Es curioso el hecho de que, como generación,

hemos vilipendiado abiertamente la autoayuda, ridiculizándola y enmarcándola

como parte de la mentalidad noventera de la que queríamos desprendernos, al


mismo tiempo que, precisamente en el campo del amor, hemos decidido volver a

ella como marco de referencia.

Si bien el concepto ha permitido visibilizar otras formas de violencia, a la vez opera

como un neurotizante del desencuentro amoroso. Externaliza la responsabilidad en

el desencuentro y niega la posibilidad de un aprendizaje. Si la relación no funcionó

es porque era tóxica. Esto también propone vivir el desamor como algo cercano a

un Bad Bunny rodeado de culos llorando por su ex en Miami, o a una bichota

empecinada en que el otro sea el malo.


°


“Mañana voy a terapia. Hoy voy pa'l teteo”.

Bad Bunny


“Yo que fui buena y tú, qué gonorrea, pagándome así”.

Karol G


Vuelvo a Michelson. La ética, en cambio, nos dice la psicoanalista, es planteada

como el ejercicio de la casuística, que es básicamente lo que responde mejor al

problema de Flor. ¿Realmente ante ese conflicto alguien habría respondido

mediante el poliamor con un fantasma como solución? Que doña Flor pueda

resolver tener dos maridos,siendo uno de ellos un fantasma, solo puede nacer del

ejercicio ético.


Hace unas semanas, mientras dormía, me despertó el llamado de un amigo para

preguntarme si había visto el video que había subido el comediante Ignacio Socías

a Instagram. Me dijo: “Velo y llámame”.

En él, una persona del público, ante la pregunta de si era pareja de la otra persona

con quien compartía la mesa, le respondía al comediante que sí, pero que desde la

anarquía relacional. Ante la incomprensión de la gran mayoría de quienes estaban

en el evento la chica dijo algo que me pareció iluminador. Dijo: “Es aplicar el

principio anarquista De cada cual según sus capacidades, a cada cual según

sus necesidades a los vínculos”.


Esa idea me pareció totalmente esperanzadora, aunque dudo de su posibilidad de

ejecución en una época que semana a semana se empecina en definir conductas

condenables en las relaciones de pareja. A veces la técnica se esconde en medio

de discursos aparentemente liberadores.


Breadcrumbing.

Hoovering.

Benching.

Love Bombing (si esto es un delito, me declaro culpable).

Etc., etc., etc.



Este texto trata del curso de una obsesión de seis meses por amar. Pero no por amar a alguien

sino por la posibilidad de amar. El deseo de desplegar ese mecanismo que me tumba en la

cama boca abajo en la almohada, con las luces apagadas, cegado mientras siento en la cabeza

un panal de avispas.

¿Sufres de ansiedad? Me preguntan en una cita ante mi voz temblorosa. Sufro de desear quiero

decir pero no digo.

No puedes desear a la gente como a una droga me dice con preocupación el amigo poeta.

No debo usar a la gente como recipiente en que vaciarme le respondo, planteando

implícitamente que el estado del amor es líquido, y seguimos comiendo en silencio mientras él

asiente.



Cuando pienso en la posibilidad de un discurso posromántico pienso, primero, en la

forma en que se construye un discurso amoroso.

El discurso amoroso, a diferencia de los pensamientos políticos o médicos, no

responde a manifiestos o investigaciones, si bien esto último se ha ido incorporado

más recientemente en base a los saberes sexuales. Se habla de algo asi como la

“educación sentimental”, más bien para referir a ejemplos de la cultura popular de

masas, el maldito Disney ,por ejemplo, al que hace algunos años atrás apuntaron

las mujeres para hablar de la construcción de expectativas amorosas irreales hacia

sus pares del sexo opuesto, que estaban muy lejos de ser príncipes azules. Martín


Kohan dedicó un libro a pensar en el amor latinoamericano desde su música, el

tango y el bolero. Harold Bloom se refirió a la figura de Shakespeare para pensar en

la invención del amor, y junto a Romeo y Julieta podríamos también pensar en un

joven Werther o una Madame Bovary como portadores de una subjetividad a la que

adscribir frente a un otro. El cine no queda exento de esta posibilidad, desde obras

fundacionales de la narrativa romántica como Casa Blanca hasta aquellas que

tensionan elementos discursivos de dicha narrativa, como la más reciente La La

Land, película que me hizo buscar la existencia de obras que podrían adecuarse a

plantear algo en torno a la vivencia de las relaciones amorosas luego del amor

romántico.

Mientras pensaba en estas obras, me encontraba leyendo la novela Rabia, de

Sergio Bizzio. La gran novela de amor contemporánea escrita en Latinoamérica, en

la que su protagonista, el violento María, llega agonizante a la conclusión de que su

amor por Rosa, motor de la novela, puede ser un invento de él, que no tiene mucho

asidero en la realidad (de ahí el nombre de este ensayo, además del verso que

canta Gianluca en la canción de Gepe Amoríos pasajeros). Lo increíble de ese

ejercicio de darse cuenta que María no se lamenta por haber dado su vida a un

amor que aparentemente él inventó. Porque esto le había permitido ser feliz, llenar

un vacío respecto a sí mismo y, bueno, que lo demás no importa mucho realmente,

pareciera ser la conclusión.

O sea, ante la caída del discurso la novela plantea algo así como el constructivismo

del amor. La experiencia amorosa es una construcción personal sin mucho asidero

real que funciona más como motor y sentido vital de quien ama. Creo que, por lo

mismo, después de verme solo otra vez me enamoré múltiples veces de todo lo que

me hiciera sentir acompañado y querido. Amoríos irreales, sin sustento, donde el

otro estaba, como en una novela, completamente ficcionalizado. Podría

recriminarme esto, pero luego, tardíamente, pude darme cuenta de que el amar a

estas personas cumplía una función para mí; el objeto en quien proyectaba el deseo

pasaba a un segundo plano. Caí en cuenta de esto solo una vez que comencé a

sentirme menos perturbado por el quiebre de mi relación. La función que cumplía

ese amor ya no era requerida con tanta urgencia.


Sin perder de vista lo ya dicho sobre el deseo, como fenómeno imposible de

encauzar y de satisfacer en su totalidad, y ahora considerando el mecanismo de


desear como algo que gira sobre sí mismo, desconoce al otro y opera

autocomplacientemente, otra obra que ejemplifica de manera quizás aún más

ilustrativa esta comprensión del desear es la novela El Oso, de la escritora

canadiense Marian Engel, publicada originalmente en 1976.

En este caso, el libro narra la historia de Lou, una archivista de 27 años con una

vida amorosa caracterizada por la soledad y el desencanto, enviada por su trabajo a

una solitaria casa en isla Cary, llamada así por su recién fallecido dueño, quien la

ha donado al Estado junto con una importante biblioteca.

Lou ve en esta asignación la oportunidad de trabajar tranquila y en soledad mientras

habita ese enorme y desolado territorio, en el cual, según le advierten, vive un oso

que era propiedad de la esposa de Cary. Información que despierta lentamente en

nuestra protagonista una curiosa obsesión y, a medida que avanza la novela, vemos

cómo es impulsada por una fuerte atracción sexual hacia el animal, con el que

establece una intensa relación erótica.

La novela de Engel logra un tratamiento muy elevado al mostrarnos esta relación,

porque pese a abordar el tabú de las relaciones interespecistas, no es hasta que el

oso nos recuerda su animalidad, mediante un rasguño que rasga la espalda de la

protagonista, que dudamos de la posibilidad de este encuentro. Lou construye una

relación sexo afectiva porque la necesita. La novela nos ofrece aspectos biográficos

para entender el por qué, pero lo que es aún más curioso es el hecho de que el

mecanismo se arroja hacia un otro pero opera en términos de satisfacción en torno

a la misma Lou. Básicamente, lo que nos plantea Engel es que el otro no es

condicional para que opere el mecanismo deseante, ¡incluso podría ser un oso!


Ahora, integrar esta idea podría ponernos frente a un escenario totalmente

desolador respecto a las relaciones amorosas. Un escenario que describió muy bien

Mauricio Redoles en su poema True Egoistic Love.


True egoistic love

Piensa que cuando me echas de menos

en realidad no me echas de menos

sino que te echas de menos a ti misma conmigo haciéndote compañía.

Porque cuando yo te echo de menos

En realidad me echo de menos a mí mismo a tu lado


True love

Egoistic love

Por eso envejecemos.


Planteamiento que, al hablar de un amor egoísta, había abordado la psicología

previamente desde la corriente posracionalista, y que el cantautor guatemalteco

venido a menos, Ricardo Arjona, resumió con una envidiable capacidad de síntesis

y bastante claridad en el verso “No te enamoraste de mí, sino de ti cuando estás

conmigo”, que a mi juicio carga un marcado tono de recriminación.

Si bien este escenario es quizás el punto que tensiona hasta romper la concepción

amorosa clásica, no creo que no sugiera otra alternativa para, aún teniendo

conciencia de que el amor es “egoísta”, en palabras de Redolés, o autorreferencial,

seguir relacionándonos sin caer en el hedonismo.


Esa nueva forma la representa muy bien el conflicto de la película En la cama, del

director Matías Bize, estrenada el año 2005, la cual considero bastante adelantada a

sus tiempos. Recuerdo haber visto la película probablemente el año de su estreno o

un par de años después, cuando fue estrenada en televisión abierta. Tenía

aproximadamente doce años, y por su puesto mi ojo puso el foco en las escenas de

sexo, que eran una inmensa oportunidad para mi rush hormonal en un pueblo donde

prácticamente no había internet. Recuerdo, luego de verla, haberme quedado con la

sensación de que no trataba de nada y que, como se solía enjuiciar al cine chileno

de esa época, tampoco concluía.

Luego de verla por segunda vez, cosa que no suelo hacer, sentía que la trama tenía

mucho que ofrecer para pensar en estas ideas, y se ha vuelto así una constante en

mis recomendaciones.

La película cuenta la historia de Bruno y Daniela, una pareja de jóvenes que se

fueron a un motel luego de conocerse en un bar. Ante las horas impuestas por las

tarifas de los moteles, y en el tiempo requerido para poder repetir el acto sexual,

conversan y buscan saber con quién acaban de acostarse. Al principio desde una

aproximación ingenua, la cual alcanza tonos cada vez más íntimos, mientras

algunas conversaciones telefónicas de los protagonistas permiten ir construyendo

más a los personajes.


La dinámica entre ambos llega a un punto de desencuentro, cuando luego de hablar

de sus padres y de algunas exparejas Bruno abre la posibilidad de decir aquello que

jamás le ha confesado a alguien. Bruno ofrece, frente al encuentro casual, intimidad.

Daniela muestra una violenta resistencia. Habla desde la norma: en el encuentro

casual no cabe la intimidad, porque el encuentro no se volverá a repetir y, ante la

insistencia de Bruno, le grita que no lo haga, que no diga, pero luego cede a su

relato. Bruno se confiesa. Ofrece a Daniela un relato sobre su infancia. Recuerda

una visita al supermercado con su familia en que su hermano, del que nos

enteramos al mismo tiempo que Daniela, se pierde. Brun refiere ver a su hermano

en la entrada del supermercado solo y perdido. Solo él lo. Cree ve haber podido

evitar la desaparición de su hermano al informar su paradero y evitar el trauma

familiar pero no lo hizo, no sabe por qué. Luego de eso efectivamente el hermano se

pierde, y la familia, haciendo sintoma principalmente desde la madre no vuelve a

recuperarse de la desesperación Eso lo llena de culpa.

Daniela baja la guardia. Confiesa estar pronta a casarse y además sufrir violencia

por parte de su futuro esposo. Recordamos que hace algunas escenas Daniela baila

eufóricamente la canción Herida de Supernova de forma exagerada. Ahora

sabemos cuál es esa herida.

Ambos, personajes rotos, se abrazan en la cama del motel. Se ofrecen contención y

comprensión desde el silencio. La pantalla se va a negro y despliega los créditos.

Claro que la película concluye.



En la Francia del siglo XVII una joven francesa llamada María Linage escribió a mi

juicio uno de los mejores libros que abordan el tema amoroso. Las preguntas sobre

el amor es un libro que tal como indica el título solo contiene preguntas, y no

persigue responderlas.

Aparentemente el “jugar” a responderlas era algo que hacían los moralistas

franceses en las fiestas para poder conocerse. Algo así como un “nunca, nunca”

barroco.

Tomaré una de las preguntas de Linage, quizás sin el fin de responderla en su

cabalidad, para poder desplegar conclusiones en torno a lo planteado y por qué creo


que si el amor pos romántico presenta un conflicto, como discurso, es el que está

implícito en esta pregunta.


¿Quién es más amoroso: el que es extremadamente prudente y circunspecto por

miedo de agotar la relación, o el que es siempre imprudente y nunca teme a nada?



Hoy, momento en que vuelvo a conectarme con el rechazo de otro, lo hago desde

esta vereda. Quizás no me amaron de vuelta pero fui feliz, porque el amor muchas

veces gira sobre sí mismo. Hice lo que pude con lo que tenía, amé desde el

narcisismo quizás, love bombing dice un post en Instagram. Reflexiones que me

permitió la escritura de este texto, que pensando en el mecanismo del deseo, me

dió satisfacción en su propia escritura y no requiere de otro para sus efectos.

Creo que si tuviera que cerrar este texto con algún consejo sería: El deseo no es

incausable. Es burlesco. Siempre pone el foco en aquello que no podemos poseer,

pero sí sabemos relacionarnos con él podemos acceder momentáneamente al goce.

No creo que aprenderemos a relacionarnos mejor con el deseo desde una técnica.

No creo que lo logremos alguna vez plenamente.

Por eso, pienso hoy, inmolémonos por amor. Tengamos mal sexo y sexo inolvidable.

Ilusionémonos aunque eso no tenga un asidero real. Fracasemos. Escribamos

pésimos poemas. Que no nos engañe la histeria de la lengua advertida por Fogwill.

Respetemos al otro, sí, por favor. No interpreten esto como un elogio a la

transgresión, pero encontrémonos en la intimidad, porque, como bien dijo Borges,

“entenderse es una miseria”, en este asunto no hay técnica que aguante y quizás

así, a futuro, podamos vincularnos mejor, o quizás no. ¿Quién sabe?



El texto termina como empieza. Sin grandes descubrimientos.

Le pido a mi madre pasar una tarde juntos. Subimos al metro y en silencio cruzamos

Santiago. En el bar Las Tejas se lleva a cabo el festival del bolero al que han

llamado "Con el corazón en la mano". La convocatoria es inmensa.


Logramos entrar a una sala a oscuras llena de sillas plásticas donde una banda

reinterpreta en clave bolero la canción "Té para tres". Mi madre, Alexa y yo

brindamos en nuestros vasos de plástico.




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